Cualquiera querría irse de viaje; pues bien, yo no. Jamás he querido hacerlo, cuando era para ir a ese "reducto de viejos y de niñatos creídos que se creen importantes por vivir en un pueblo que no supera los 500 habitantes", cuyo nombre era en mi mente el del pueblo.
-¡Todos al coche!-exclamó mi padre, dándome una cariñosa palmada en la espalda, y me susurró-estarás con nosotros, lo pasaremos bien. Haremos excursiones y estaremos mucho tiempo juntos.
Yo asentí con una sonrisa, pero el pasar dos meses solo con mi familia no me convencía. Desde luego que adoro a mi familia, y agradecí a mi padre el que planeara excursiones y no solo salidas con sus amigos, que era a lo que se dedicaba en verano con mamá, a eso y a charlar largamente con mis abuelos, mientras que yo me preguntaba por qué eran mis padres quienes salían cada noche y no yo, que también era mayorcita. Nunca me respondía, porque la respuesta no era agradable; yo no tenía amigos y ellos sí.
El viaje se pasó rápidamente, con la música de los 40 principales y los viejos cassetes de La Oreja de Van Gogh las dos horas fueron cubiertas casi sin que nos diéramos cuenta.
Yo, sin embargo, no quise bajar del coche; me esperaba otro verano aburrido y silencioso...
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