Hola, soy Paula Martín. Hace un tiempo viví una entrañable historia de amor, que he querido compartir con todos los internautas que se pasen por aquí. Viajad con vuestra imaginación a las playas, los campos, las casas de piedra y el sol de verano...
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miércoles, 1 de diciembre de 2010

Capítulo 3: qué imbéciles algunos...

Aquellos días comenzábamos el trabajo con ganado. No tenía nada que ver con doma clásica o salto: se trata de trabajar con vacas en pista. Parece extraño, ¿verdad? Pero es lo más divertido que hay. El caso es que teníamos que trabajar de este modo: llevando las vacas de un extremo de la pista, donde estaba todo el rebaño, separar a una vaca del resto, llevarla hasta el otro extremo de la pista y meterla en un pequeño corral, todo esto en 120 segundos. Nos costaba mucho más de lo que parecía cuando se lo veíamos hacer a mi padre, pero aun así, nuestros espíritus competitivos no eran tan pequeños como para rendirnos.
El problema era uno de los chicos. Qué imbécil, por Dios. No he visto nunca nada semejante. Sólo tenía 15 años y ya se creía el rey del mundo. Era un completo insoportable, y yo le soportaba menos que el resto de la gente, a pesar de haberlo visto más. Era bajito y bastante moreno, tenía la misma altura que yo, y eso que tenía dos años menos.
El caso es que no podía soportar perder, y menos entonces, porque yo era más pequeña y le fastidiaba mucho. Hicimos un pequeño concurso, y yo iba con mi padre, por lo que lógicamente gané, aunque estaba contenta con el trabajo que había hecho ese día, porque no todo lo había hecho el "profe", como pasaba normalmente.
Y este tipo, por perder, pasó el resto del día fastidiando, en la comida, en el descanso... todo el tiempo, hasta que me dieron ganas de darle una patada, aunque no lo hice, por desgracia. Aunque mis amigas no se dieron cuenta, ya que suelo protegerme detrás de risas vacías cuando estoy triste o enfadada, la verdad es que aquello me deprimió bastante, y no pude soportarlo más al final del día, cuando vi que la nueva, Mónica, estaba más contenta que yo, y con MIS amigas. Aquello me sentó peor que cualquier otra cosa, y me metí en mi casa sin despedirme de nadie, porque me sentía demasiado estúpida y decaída.
Estaba claro que ahora no era a mí a quien le iban bien las cosas.